Lima
Lima.
Los
matorrales, aún recuerdo el pueblo. Se llamaba Santa Rosa de Lima, un pueblo
como ningún otro, con grandes cabañas de adobe y techos de paja, con un calor
que apagaba la laguna más cercana, con su alfombra de nubes.
Pasábamos
el tiempo a horillas de la vieja carretera, en las bicicletas, los matorrales
siempre llamaban nuestra atención, era un renacer de la naturaleza allí misma, el
amarillo en múltiples puntos que al combinarse con el color marrón de los arbustos
y tallos del maizal.
Y como no arruinar esa memoria, ella y yo, éramos
tan niños entonces, y ahora me cuesta tanto trabajo recordar su nombre. Éramos
pequeños y juguetones dejábamos la bici a un lado del camino, y nos
inmiscuíamos entre los matorrales. Allí solos creábamos un mundo, entre las
sombras y los colores, entre la tierra y los tallos, jugábamos a imaginar otros
mundos y otros espacios, otros tiempos y otros lugares.
Yo no soy
de este mundo, me repetía ella con bastante frecuencia, tirados en la tierra
escuchando el soplo del aire como la marea del mar; si no eres de aquí, ¿de dónde
eres? De allá; decía apuntando su dedo al cielo y mirándolo con bastante claridad;
yo sólo afirmaba con la cabeza, le decía que sí, que ella era un ángel caído.
Aquel
tiempo parecía para mí extraordinario y mágico, lo entendía, ella me entendía,
cada sonrisa y cada resplandor del amanecer era un momento en que salíamos
desesperados de la cama para vernos con las bicicletas nunca en el mismo punto,
pero siempre en el momento correcto. Recuerdo entonces me dijo algo de su
padre, sobre un golpe, sobre su extraño aliento, y de nuevo: que ella no era de
este mundo, yo le platiqué de mi padre, cosa que nunca hacía, también de su
extraño aliento y del cinturón que usaba, pero a mi parecía no importarme
demasiado, era algo tan natural como que el agua quita la sed, como que el
tiempo pasa y el maíz sirve para comer. Así nos entregamos de nuevo en el
sembradío de maíz, nos recostamos casi todo el día a escuchar el viento a ver
el sol salir por un lado y meterse por el otro, a mí me bastaba con tenerla
allí, pero ella miraba sin parar el cielo, parecía estar buscando algo detrás
del las nubes, un ángel como ella pensé. Entonces me vino a la mente en aquel
momento que le pregunté a mi madre si es que los ángeles existían, y ella me dijo
muy sería que sí, pero no en Santa Rosa de Lima, hoy he dejado de creerle.
Debí
quedarme dormido, pues cuando abrí los ojos todo estaba en una espesa penumbra,
grité su nombre y ella me respondió con una voz bastante calmada que allí
estaba, me tomó de la mano y nos miramos en silencio. A la distancia escuchamos
gritos, parecía ser su padre, ella no se levantó, quizá esperaba jugare un
abroma, la lámpara se acercaba entre los gruesos tallos y sus pies rompían con
armonía las ramas y hojas secas en el suelo. ¿Qué haremos? Pregunté, y ella
sólo me sonrió, me voy, por fin, pero desde allá arriba te seguiré viendo, esas
fueron las últimas palabras que escuche, desde lo profundo del cielo una
estrella cayó, luego la luz se hizo más grande, a una velocidad sorprendente
nos deslumbro los ojos, me dejó ciego por un par de minutos. Cuando recuperé la
visión ella ya se había ido.
Por
entonces mi madre estaba muy preocupada por asuntos del campo, de una sequía
que se aproximaba, y una tormenta que vendría después. Le pregunté con
insistencia, hasta el hartazgo, hasta que se limito a dejarme con la pregunta y
la plática allí a mitad de la mesa: ¿Dónde estaba ella? Pero nunca hubo respuesta.
Hoy he cruzado el viejo camino de Santa Rosa de Lima, no he podido evitar
pensar en ella y con mucho dolor sentir tristeza por no recordar su nombre, por
no saber a dónde ha ido a parar.
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