Desafortunados.

Era normal en mí, llegar tarde, pisar un charco y mojar mis zapatos, perderme en el autobús y equivocar la dirección por un par de cuadras.

Era normal en mí, mirar la carta por minutos sin saber que pedir, elegir algo del menú y luego pensar que hubiera sido mejor idea pedir sólo un café y una rebanada de pastel, corregir al mesero, soportar su cara de enfado y ser observado por los demás.

Era normal en mí, esperar entre un largo e incómodo silencio a que ella hablara, escuchar lo que hizo el día anterior, y en una historia entrecortada darme cuenta de que no decía la verdad, y que esa omisión doliera hasta el fondo.

Era normal en mí, callar cuando el enfado subía a la cabeza, mirar de fijo sus ojos hasta ver como su rostro se deformaba con una mueca, ver como disparaba una risa corta de esas que arden, y verla terminar con un movimiento de su cabeza negando lo innegable.

Era normal en mí, quedarme solo luego de diez minutos de amarga charla, ver como el té chai se enfriaba del otro lado de la mesa, escuchar el murmullo venir de los comensales, esperar la cuenta y caminar a casa.

Era normal en mí pensarme desafortunado, hasta que entendí que todo acto tiene un fin, y para ese fin los desafortunados siempre salen ganando.

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