Condenados a ganar.



Como una lápida enorme sobre la espalda, estamos sujetos a la idea enfermiza de que hay que ganar, de que hay que tener éxito en todo lo que se hace. Rendidos, involuntarios y como zombis buscamos siempre lo mejor, alguien o algo, o nosotros mismos quizá; nos aferramos a la idea de que hay que mejorar, si no es por fuera entonces hay que hacerlo por dentro. Y ese pasó extra, esa idea idiotizante que nos condena a seguir y despertar cada día por algo mejor.

¿Qué es lo mejor? ¿Un gobierno mejor? ¿Un sueldo mejor? ¿Un mejor alimento? ¿Un mejor trabajo? ¿Una mejor educación?

Idiotas creemos que el éxito se ha convertido en la fuente de virtudes, la virtud máxima, la virtud dadora, y no es así.

Entonces ¿Me quedó de pie frente a la banqueta esperando a que alguien venga por mí, a que me consuma el hambre, a tener este momento de máxima fatiga en mi vida? ¿Acaso debo de esperar que el tiempo pase hasta el día de mi muerte? ¿No es de lo humano construir? ¿No es de lo humano la destrucción?

¿Qué pasa si no ejerzo mi posibilidad?

Hoy salgo a la calle camino entre las casas construidas desde hace más de cincuenta años, en la esquina el mismo señor que ha boleado zapatos por los últimos veinticinco años, su bata sucia de las mangas, el mismo sillín, la misma caja de madera, la misma técnica repetida día tras días, desde el primero, hasta el último en que sus manos se puedan mover.

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