La noche de las regaderas.

Nos la obscurecemos con cerveza clara, y una noche no es tan simpática si no se tiene a un costado la costilla indicada protegiendo el hígado que a esa hora vale lo mismo que la tapa rosca que ágilmente danza para mi pie, para la música, o para vaya a saber quién. Mientras tanto del  otro lado de la vista frontal tenemos los labios y la lengua, que acompañados por una garganta nublada por la mezcla de azufre, tabaco y bióxido de carbón hacen un intento admirable por gesticular y provocar choques determinados sobre el aire que me rodea, y así expresar unas cuantas vibraciones que tienen la total intención de explicar una realidad reducida a los símbolos más anticuados del habla.

Entonces de manera consecutiva se dejan venir como gaviotas sobre el mástil de una balsa a la deriva, una granada intensa de frases que pretenden provocar ese movimiento tenue que simboliza visualmente la comodidad de la gente.

Se consigue una respuesta tímida desde el otro lado del telón, la gracia de una comedía barata que exporto desde las neuronas mas próximas a la muerte que a la realidad de mi inteligencia, me dejan reducido a un chiste de mal gusto, y de nuevo siento esas miradas sobre mí y el silencio flotando con aire de paranoia y ansiedad involuntaria. El minuto de simpatía ha finalizado y me e vuelto a quedar sin conversación.

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