Las historias que no deberían escribirse más (segundas interpretaciones).
De los puentes caen las mantas,
un nuevo disparo en el centro histórico, cabezas como regalos de navidad,
amenazas telefónicas, la pura rabia hecha acto. Las historias de venganza están
desgastadas a pocos les importa saber sobre la pena ajena, los diarios están
repletos de venganza, las noticias televisivas, los deportes, la cotidianidad,
el tránsito, el trabajo, la escuela, todo es producto de la más pura venganza,
todos tienen sed de venganza y no se dan cuenta, esa es la primera historia que
debería de dejar de contarse, la del humano vengándose del resto del mundo
destruyéndolo.
Entre todos, ser único, entre
todos el que viene a salvar, el extraordinario que pertenece a ese diez por
ciento de la población que puede resolver una ecuación matemática de imágenes
de caballos y botas, de los pocos que pueden descifrar el color verdadero de un
vestido, de los pocos que puede ser famosos empresario, de los pocos elegidos
por dios para el eterno sufrimiento en vida, de los pocos elegidos por una
mujer para pertenecer al amor. Somos únicos, somos elegidos, pero cuando todos
se creen elegidos ¿Quién puede diferenciarlos?
Y todo cuento, cuenta el chisme que
todos quieren saber, con los dedos mordidos esperan el final para saber lo que
le pasó a la vecina, lo que le paso al del piso de abajo, al que acaban de
correr del trabajo, al chico nuevo que fue molestado por todo el semestre,
todos esperan saber el final de esa historia que no es más que un chisme
trasmitido de generación y generación, y ya se le ha perdido el sabor a saber
qué le pasa al otro, que es lo que el otro tiene que decir, no somos para los
demás como contadores de historias defectuosos terminamos siendo para nosotros
mismos.
Luego viene la lección, intentar
ser Mahoma y Gandhi en la esquina de aquella habitación donde se guarda el
secreto de la derrota, y parece que todos sabemos aconsejar, parece que todos
somos psicólogos y tenemos las respuestas, salimos de la habitación, pasamos
por la calle y no sabemos cómo actuar, somos niños y terminamos siendo niños aconsejando a otros niños, y
creemos tener la verdad, creemos tener un poco de conocimiento siquiera en lo
que estamos haciendo por nosotros mismos. Pero no lo tenemos, nos mentimos, ni
la ciencia conoce la verdad, ni la ciencia se puede acercar a lo que la
religión alguna vez hizo, y creemos que ellos sabían también, y los ángeles y
los monstruos misteriosos, los extraterrestres, los zombis.
Pero no hay nada más real que un zombi,
basta pasar un viernes por cualquier avenida transitada y mirarlos detrás de los
volantes, entrar al centro del pueblo y mirar desde los balcones donde las buganvilias
caen, mira desde ese ángulo a la gente caminar con bolsas repletas de
porquerías chinas y de pésima fabricación —espera, los chinos tienen un sistema
de calidad que supera al resto del mundo— y su gente con la peor calidad de
vida. Y miramos aquellos escenarios de gente viviendo vida insignificante
—vacía— de televisión, de telenovela, de libros malos, kafkeanos y Camuseanos
sin remedio. Entonces notamos que son zombis, y yo me miro al espejo, también
tú, y piensas que no eres un zombi, luego te levantas un lunes por la mañana te
duchas, vas a donde siempre vas los lunes por la mañana, hasta la línea blanca
de supuesta rebeldía y sabes que regresaras el lunes por la tarde al atolladero
que llamas hogar y el martes te levantarás y harás lo que todos los martes
haces y pretenderás que n somos zombis y estarás de acuerdo conmigo que las
historias de zombis deben de dejarse de escribir.
Pero escribamos la historia de
las viejas revoluciones, creyendo que os nuevos ideales son transgresores y que no se inventaron hace cien años,
doscientos años, y fingiremos que aún creemos en aquellas revoluciones y si no
allí están las historias del abuelo que nos entretienen en las reuniones de los
fines de semana y desde tu trinchera todo parece increíble, das la vuelta a la
calle y a ti te está pasando lo que cuenta tu abuelo y sus fórmulas son las
mimas que las de tu vida y piensas —que
diablos, cómo pudieron no haber cambiado los tiempos— y ahora le crees todo a
tu abuelo y piensas que también podrás ser abuelo, que en los siguientes años
deberás de perpetuar las historias de tu juventud y vender nostalgia, porque a
los humanos zombis, aspirantes a la trascendencia de la nada, vengativos y
especialistas en la vida, nada les parece mejor que la nostalgia enlatada y
lista para consumir en el día de campo.
Comentarios