Disfunción laboral.

A cinco minutos de haberse jubilado camina lejos del edificio de vidrios espectacularmente limpios.

A cinco minutos de haber entrado al estacionamiento logra encontrar un lugar vacío, en donde estaciona el auto sin más remedio.

Sonrisa en el rostro, una caja con sus pertenencias, la alarma del auto siendo desactivada por el único dedo disponible, el sonido del beep que hace saltar a aquel hombre que comenzaba a sacar papeles y libretas de su automóvil.

El cansado proceso de traslado, desde ese medio kilómetro que siempre sonaba a sudor, que olía al encuentro con paredes falsas y con el escritorio atiborrado de papelitos amarillos con notas de viejas tareas nunca realizadas, el elevador que posiblemente siga fuera de servicio, y un beep que deshace su hilo de pensamientos.

Con gran sonrisa, aquel jubilado se despide de su vecino de estacionamiento, el otro, mueve la mano, saludando, con palma abierta intentando mostrar un ademan de alto, detén ese rostro, y se va a un nuevo día, con una cara aún más larga, un escalofrío que le recorre el cuerpo, cuarenta años de camino frente a él.

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