Revisita al Cielo 2



Entonces nos negamos a tener fe, y nos negamos a tener esperanza, porque somos sabios y porque no queremos caer en el borreguismo ni seguir a falsos profetas, y quien es peor que un falso profeta, quizá nosotros mismos: 

Pensamos en creer en algo, salimos a la calle y tomamos el autobús, no estamos seguros de cómo es el átomo del combustible que mueve al motor, ni las fuerza de gravedad que actúa sobre los neumáticos, podemos pensar en pequeños agujeros negros que colman el motor, y luego nos damos cuenta que vamos en metro y vemos a toda aquella gente parada allí, sabemos lo que es la gente, porque la podemos sentir arremolinándose contra cada uno de nosotros, repagándose y estrechando los espacios, compartimos el mismo jodido aire, no tenemos una consciencia clara del origen del aire, ni el de la vida, solo suponemos que debió de brotar algún día de las piedras, y miramos a la gente, allí clara la vemos, y no puede ser que no exista, y creemos, porque siempre viene esa máscara de la creencia que la gente es algún otro, con ese otro que no alcanzamos a entender nos comunicamos, usamos un lenguaje de miles de años —o el lenguaje nos usa a nosotros— para hablar, pensamos que <> significa lo mismo para todos, que <> se entiende igual en todas las cabezas, y no estamos más equivocados que eso, pues en cada una de las cien cabezas que componen el vagón, las palabras tienen el mismo significado, los colores son iguales y sienten esa afección por venir todos reunidos, milimétricamente unidos —entre átomos que jamás se tocan— y sudados. Y bajamos del metro, caminamos unas cuantas calles más, entramos en un edificio, decimos buenos días por educación y peor aún, preguntamos y respondemos el <<¿Cómo está?>> <> sin pensar las palabras, sin pensar las respuestas, en una automaticidad que dejaría apabullado a cualquier sistema de inteligencia artificial, y seguimos caminando hasta quizá un escritorio o la forma de un escritorio, comenzamos a trabajar —pues hay que ganar plata— y comenzamos a hacer cosas, y llega el absurdo, pues pretendemos entender que nuestro trabajo es útil para alguien, hasta que al final de todas aquellas pretensiones justificadoras notamos que es útil para nosotros porque ganamos dinero, y ese dinero es útil para nosotros porque nos sirve comprar cosas, para pagar la renta o el préstamo, es útil porque con ese dinero voy a salir a embriagarme, quizá comprar algo bonito mañana, una nueva camisa un nuevo pantalón, entonces pensamos que lo tenemos en nuestras manos, que sabemos que el trabajo nos trae la felicidad y el edificio económico, la sociedad, el mundo entero, el universo que nos compone, empieza a girar y caminar, pensamos —como todo buen humano— que el universo existe gracias a nosotros, que sin nosotros el mundo ya se hubiera podrido en un sin sentido y que nuestra existencia, el camino que trazamos hasta nuestro éxito es el mejor pretexto que tiene este mundo para existir, y pensamos no sin temor, que no podemos dejar de hacer nuestro trabajo, en nuestros hombros de titanes se sostiene la humanidad entera, y no podríamos llegar a ser quien frene el avance de esta humanidad, aunque no sepamos hacia donde marcha y si es que se puede marchar hacia delante en un mundo circular, y si la humanidad no es más que un espejismo en nuestro concepto de sociedad. Luego salimos a comer, vemos a otras personas caminar, pero ya no son los otros del metro, son simios que podrían ser contrincantes de nuestro existir, son la carne del lobo que desde de alimentarse, porque somos el lobo de Wall Street, porque queremos forrarnos de billetes antes de empezar a perder los premolares, antes de ser decrépitos —hey che mamón, pásame otro cigarro y tráete otra cerveza— y nos embriagamos, nos creemos en el más grande de los éxtasis, porque llega el polvo blanco a nuestro cerebro, porque nuestro corazón bombea ese combustible de cebada hasta la última gota de saliva, porque somos entonces inmortales e infinitos y ya nada nos parece efímero —al menos hasta que llegue la resaca— y continuemos conjeturando y hablando, pensamos y filosofamos y por un segundo, un mínimo segundo miramos al cielo, vemos las estrellas, sentimos el frio de la noche, nos sentimos pequeños, solos, abandonados en la existencia, pensamos que mejor no hay que pensar, caminamos a casa entre la oscuridad, llegamos a la cama, nos cubrimos con el último aliento de la noche, el sol está a punto de salir, pero lo sabemos, tocamos ese espacio en donde nos dimos cuenta de que no hay fondo, de que nada importa y de que el humano al final y al principio del día lo que mejor hace es dormir.

PD.

Y luego dirás <> y te darás cuenta de que cualquier otra actividad termina en la cama, con los ojos cerrados y un ligero ronquido.

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