Vicisitudes de la adolescencia.

La extrema blancura de la sala no hacía más que empequeñecerme, nos sentamos uno frente al otro, ella me dijo —te comento rápido— y estuve más de una hora allí sentado escuchando un monólogo. Entonces dejó de hablar y me preguntó mi edad, mis hobbies, sacó una copia de mi acta de nacimiento, dos de mi identificación y me tomó el pulso. Me levantó el brazo y comenzó a palpar, luego fue a mi garganta de allí pasó a mi cabeza, miró mi rostro de un lado, lo miró del otro, se detuvo a un metro de distancia y me pidió que me quitara la camisa, puso su atención en mis pectorales, los palpó con ambas manos, luego me pidió que me quitara el pantalón, yo rechisté — ¿Segura que todo esto es necesario?— le pregunté esperando que me dijera que no. ¿Me escuchaste con atención hace un momento? —preguntó en un tono que intuí no merecía respuesta. Ella prosiguió examinando mis piernas, los dedos de mis pies, acercó una paleta de madera hasta mis uñas, hurgó entre cada uno de mis dedos, luego se levantó y dijo — muy bien, ahora quítate los bóxers— pasé saliva y me negué con la cabeza en silencio. Tus padres ya pagaron por esto, no lo hagas más difícil —me dijo. Entendí que no podía salir corriendo de allí sin mis pantalones y que pasara lo que pasara tendría que aceptarlo, vaya, mis padres ya habían pagado por esto. Me quité los bóxers, mi amigo estaba escondido en el bosque, ella me miró a los ojos y sin parpadear llevó ambas manos abajo, lo movió,  lo sacudió, lo sacó de su guarida. Entonces se hincó y yo no podía más que pensar en el frió que me provocaba el látex de sus guantes. Concentré mi atención  en el espejo de enfrente, observé el color rojo en mis mejillas, la forma en que mis cejas se arqueaban mientras ella continuaba abajo, la profundidad de mis ojos, los pelos aleatorios que desde hace unas semanas crecían en mi barbilla. El momento me pareció eterno, me cuestioné todo, hasta el sabor de la cena que mis padres prepararían para esa noche. La mujer por fin se levantó del piso. Se quitó los guantes y me dio la espalda y sin decir nada tomó apuntes sobre el formulario. Dejó el formulario sobre la mesa y dijo —ya estás listo, creo que no tendremos ningún problema— se quitó la bata para mostrarme su cuerpo desnudo, puso seguro a la puerta y se recostó sobre mí.

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